domingo, 29 de mayo de 2011

La sentencia

                                                                      “Para quien tiene miedo, todo son ruidos”
Sófocles

Habían pasado unos instantes de la medianoche. En medio de la sala de una vieja casona del barrio de Barracas, se vislumbra con dificultad la silueta de un hombre, sentado en un sillón.
La sala era muy amplia, la más amplia de toda la casa, y aquel hombre la había elegido con un propósito específico. La única luz que se filtraba en el habitáculo provenía desde un sector de la ventana que no había sido tapado por la cortina, y por los agujeros que ésta presentaba, viniendo desde el punto más alto de la habitación, para morir, cinco metros más abajo, a centímetros del sillón.
Cualquier otro día, a estas horas, ya se habría dejado vencer por el sueño y de seguro se habría tirado a dormir en cualquier lugar de la sala, con la misma ropa que llevaba puesta, después de una de tantas noches de borrachera; pero aquella noche, de hecho, había preparado la escena para montar guardia hasta que saliera el sol, aunque escogió el sillón por si la paranoia cedía y decidía dormir un rato.
Movió el sillón ubicado junto a la ventana, hacia el centro de la sala, para no ser tomado por sorpresa en caso de que las cosas se complicaran, y lo ubicó frente a la puerta de la habitación y al lado de la luz que regalaba la ventana, para tener cubierto el flanco derecho.
Se inclinó sobre su izquierda, para alcanzar la botella medio vacía de whisky que había abierto hace un par de horas, y volvió a llenar por la mitad el vaso que tenía apoyado sobre el descaso izquierdo del asiento.  Encendió el último cigarrillo, guardó el encendedor de bencina en el bolsillo y abolló el paquete arrojándolo delante suyo, esperando que cayera en la chimenea, que hace ya más de 10 años usaba de tacho de basura provisorio.
Las pitadas al cigarrillo eran orquestadas, algunas para calmar los nervios, otras para intentar una visión más amplia del lugar; lo único que rompía el silencio casi mortuorio de la escena, era una gotera que con precisión casi cronométrica se descargaba  sobre el vaso de whisky.  
Atrás habían quedado los festejos y la algarabía del año nuevo de 1947, y el hombre recordó la situación que lo había traído a tal estado de paranoia casi insostenible.
Salió del café con una borrachera que le impedía dar varios pasos seguidos sin detenerse para no perder el equilibrio. Se sentó al volante de su Ford A y emprendió viaje de vuelta con un descontrol fuera de lo común, cuando llegando a unas pocas cuadras de su casa se topó con uno de los cinco hermanos de una familia de haitianos que vivía en el barrio, al cual atropello con violencia antes de poder reaccionar matándolo al instante.  En segundos el horror se apoderó de aquel hombre, que agachó la cabeza y volviéndose sobre sus manos entró en un estado de histeria espontánea.
La paranoia fue creciendo con las horas, pero sabía que de pasar la primera noche, paulatinamente podría recuperar el ritmo desalentador, pero ritmo al fin, de su vida normal.
Aunque paradójicamente en aquel momento era el tiempo el único enemigo, encerrado en un viejo reloj de bolsillo que el hombre consultaba de a ratos, sólo para averiguar qué, las horas de angustia restantes no eran pocas todavía; se estremecía con cada martillazo que daba el segundero de aquel descolorido reloj, que ahora permanecía apresado en su mano derecha.
De tanto en tanto le venía a la cabeza lo que se hablaba en el barrio de esa gente. Que adoraban al diablo en sus rituales, que … aprieta con fuerza las manos contra el sillón y da un salto: ¡¿Pero quién puede ser capaz de tal crueldad?! , ¡¿Quién podría vivir con la culpa de dejar a un hombre encerrado con el peor de sus demonios, sin el consuelo siquiera de una muerte rápida?! Se deja caer al suelo y, arrodillado con la cabeza entre las manos, escupe miedo camuflado en un grito luego de lo cual se recompone, y vuelve a su posición.
Después de un rato, y ya con dificultad para mantener las manos quietas, consultó nuevamente su reloj y lanzó la colilla de un nuevo cigarrillo hacia adelante, cuando notó que ésta pegó en algo varios metros antes de llegar a la pared. Se incorporó con la rapidez desincronizada que sólo nos da el miedo e intentó huir hacia el otro lado, queriendo saltar el sillón, con el cual tropezó y cayó al piso de un golpe.
Se levantó al instante cuando fue tomado por detrás, y ni la fuerza desmedida con la que contaba en ese momento lo hizo liberarse de su verdugo. Fue la silueta de un segundo hombre frente suyo lo último que vio antes de perder el conocimiento.
Horas más tarde, recobró el sentido, una gotera se desplomó sobre su rostro, dio un par de bocanadas y permaneció inmóvil por unos instantes y sacó su encendedor del bolsillo y lo encendió para caer, con el espanto de saberse vencido por sus miedos, y de que no tenía más compañía que la madera ordinaria de un ataúd improvisado, bajo la innegable soledad de la tierra fría.

No hay comentarios:

Publicar un comentario